Cuando, hace unos días, presenté el artículo "Las uñas y el pelo como factor desencadenante de la inteligencia", intenté ser lo más "académico posible", aceptando de antemano la llamada "teoría de la evolución" como válida y soslayando el hecho de que un crecimiento indefinido del pelo y de las uñas haría inviable a cualquier especie que padeciera tales defectos genéticos.
Un animal que tropezase con sus pelos y no pudiera usar sus extremidades no hubiera sobrevivido. De hecho, nunca podría haber existido.
Presenté tales taras genéticas como el gatillo de la evolución de la inteligencia. Pero, ciertamente, es un artificio al que recurriría cualquier antropólogo al que se le hiciera directamente la pregunta: "¿cómo pudo sobrevivir un animal al que indefinidamente se le desarrollasen ambas "excrecencias?"
El crecimiento indefinido de las uñas y el pelo en los primeros seres humanos es una más de las evidencias que echan por tierra definitivamente dicha teoría y sobre las que volveremos más adelante.
Desde que Darwin se miró al espejo y vio en él a un mono, el ser humano no ha hecho más que el ídem adhiriéndose a tan simiesca teoría.
Dense cuenta, además, que la seguimos denominando "teoría", teoría de la evolución, y no "ley de la evolución", como sí denominamos, en cambio, a la "ley de la oferta y la demanda", pues sí está demostrado que esta última es una realidad.
Pocos años antes de morir, el premio Nobel Francis Crick (descubridor de la cadena del ADN, junto a James Watson) ya dijo repetidas veces que la evolución desde las primitivas bacterias hasta el ser humano actual no habría sido posible en absoluto en el lapso transcurrido de tiempo y que, aunque hubieran pasado ya miles de millones de años, el ser más evolucionado en la actualidad no debería ser muy superior a una ameba.
La teoría de la evolución tiene más huecos que eslabones perdidos y éste es el más evidente y, por lo tanto, el más oculto a nuestro intelecto, pues teníamos el árbol tan cerca de los ojos que nos impedía ver el bosque.
Aunque, desde hace siglos, el Nuevo Orden Mundial (del que Charles Darwin fue un fiel propagandista) intenta lavar el cerebro del ser humano haciéndonos creer que el Dios creador nunca ha existido, la creación programada del hombre y de las distintas especies por una inteligencia superior se impone y la evidencia aplasta cualquier artificio intelectual.
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